Las Ponce: una leyenda
Escribe Juan Carlos Gamero
(Primera entrega)
“Ibas en ómnibus desde el centro por Avenida Colón, Olmos, 24 de Setiembre. Te bajabas pasando la Avenida Patria y caminabas unas tres o cuatro cuadras para el lado del río.
Por ahí ya comenzabas a sentir los silbidos y los llamados de las chicas...”.
El relato de un amigo se repite una y cien veces entre aquellos a quienes se consulte para hablar de “Las Ponce”.
Reducto tradicional del sexo fácil y el amor comprado por diez mangos, el Bajo Yapeyú albergó durante décadas una
Ir a “las Ponce” era ir de putas (para qué andar con eufemismos), pero para muchos, muchos jóvenes de los cincuenta, los sesenta y los setenta, significó tal vez bastante más que eso.
“Había algunos que eran clientes habituales, de ir siempre al mismo rancho, así que la chica los conocían, había una especie de confianza. En ese tiempo, el “pase” con una chica del Bajo te costaba unos diez pesos de hoy.
Uno era estudiante y no le sobraba. Es más, a veces tenías ganas y no tenías una moneda. “Y bueno... pagame todo junto cuando vuelvas”, te decían. Y vos luego ibas y pagabas, porque sabías que ibas a parar ahí de nuevo.”
żCuántas eran “las Ponce”? żEran todas familia? żEs cierto que las madres iniciaron a las hijas y éstas a su vez a sus retońos? Preguntas que seguramente perdurarán con el paso de los ańos, por la simple razón que quienes tienen en su mente las respuestas, se niegan a hablar del tema.
Por pudor, porque los tiempos ya no son los de antes o –tal vez- por el deseo que ese mismo misterio siga alimentando la leyenda que perdura en la memoria popular cordobesa hasta nuestros días.
Aquellos que no vivimos esas épocas, necesariamente debemos apoyarnos en quienes fueron testigos (o actores) directos.
“¿Cuál era el tour que hacía la barra de muchachones que se juntaba en la esquina del barrio por esos días...?.
Iban al centro, al cine Monumental, luego a La Cabańa a comer pizza y de ahí al Bajo Yapeyú, a Las Ponce. Eramos los mismos muchachos que el sábado a la tarde jugábamos al fútbol y juntos volvíamos al barrio tipo 3 de la mańana, más tarde tampoco. La noche empezaba mucho más temprano que ahora.
Vos a las diez de la noche ya estabas comiendo una pizza.”
Andrés (50, empleado municipal).
“Salías del rancho y por ahí en la puerta había tipos que te invitaban un pedazo de falda, estaban haciendo un asadito y lo compartían con vos. Venía a ser lo que ahora conocemos como marketing. O por ahí, dejabas un peso ahí para el vino. Había otros códigos.”
La mayoría de los testimonios coinciden en imágenes que se repiten en la memoria de los protagonistas. Los ranchos a la orilla del río, las calles de tierra (ni hablar de asfalto, mucho menos de Costanera), las luces tenues de los faroles, los braseros encendidos y las chicas en la entrada de las casuchas.
“Estaba el brasero con el agua caliente. Llegabas y la mina te invitaba un mate. Había un sol de noche a querosén en el medio de dos habitaciones que te alumbraba lo que debía ser la posible cocina del rancho y vos entrabas. No había puerta, solo una cortina que te indicaba dónde estaba la piecita y vos por ahí sentías algún chico o un tipo que daba vueltas, pero no te decían nada, porque sabían que la mina estaba laburando.
Entonces, vos pagabas. Te llevaban hasta la tradicional palangana que tenían ahí para que te lavaras y hacías lo habías ido a buscar. Así de simple.” Carlos (62, taxista).